Regenerando la forma en la que producimos alimentos: la clave está en los suelos

Los últimos años el uso del adjetivo "regenerativo" y el concepto de "agricultura regenerativa" (AR) se ha expandido entre activistas, sociedad civil y corporaciones que piden la renovación, transformación y revitalización del sistema alimentario global (Duncan et al., 2021). Hoy más que nunca es evidente que la forma convencional de producir alimentos ya no funciona. Empresas agrícolas multinacionales han publicado compromisos dentro de sus metas de sostenibilidad para aplicar prácticas de AR dentro de sus operaciones o a lo largo de su cadena de valor. ¿Qué significa esto? que estamos en la década de la agricultura regenerativa.
A pesar de la popularización del término, éste continúa siendo ambiguo y existen dudas en torno a lo que implica, lo que busca "regenerar" y en qué se diferencia de otros sistemas de cultivo como la agricultura orgánica y la agricultura de conservación. Antes de entrar en detalle sobre la agricultura regenerativa, enfoquémonos en la base de los sistemas agrícolas, es decir, en el suelo.
El suelo, comúnmente conocido como tierra, es un recurso fundamental para la vida en el planeta, ya que contribuye a las necesidades humanas básicas como la producción de alimentos, fibras y materias primas; además, es un sistema complejo que más allá de dar vida, es sostén de una gran parte de los organismos que habitamos la Tierra. Existen muchas formas de definirlo, pero en general, se considera un material orgánico o mineral no consolidado que se encuentra sobre la superficie terrestre y que proporciona un medio natural para el crecimiento de las plantas. La definición da a entender que se trata de algo inerte, cuya única función es permitir que una planta crezca. Esto no le hace justicia a nuestros suelos. No son sólo sustento para las plantas, sino que son la base de nuestro sistema alimentario; son dinámicos, complejos, activos en espacio y tiempo y, principalmente, son frágiles. El suelo es un recurso natural no renovable a escala de tiempo humana; se estima que 1 cm de suelo tarda de 100 a 400 años en formarse y, se encuentra constantemente sujeto a la degradación bajo prácticas de manejo arbitrarias (Weil y Brady, 2017; Siebe y Cram, 2019).
Un suelo sano es aquel que se encuentra en un estado de autorregulación y estabilidad que le permite funcionar como un sistema vital viviente dentro de un ecosistema y sostener la productividad biológica (Weil y Brady, 2017), pero un suelo en buen estado es más que un sustrato fértil para los cultivos. Ya sea que se encuentre en una maceta, jardín, parque, banqueta, granja, parcela, bosque o pastizal, los suelos constituyen un sistema activo que está constantemente trabajando y nos dotan de numerosos servicios ecosistémicos. Además de proveer soporte y nutrientes para el crecimiento de las raíces, éstos son el hogar de diversos organismos como pequeños mamíferos, reptiles, insectos, hongos, bacterias, entre otros, de tal forma que constituye un hábitat para los seres vivos y alberga una gran cantidad de biodiversidad biológica (Montanarella y Lobos Alba, 2015). Por otro lado, otra particularidad de éstos, es que participan en los ciclos biogeoquímicos, en los que resalta su papel en el ciclo del carbono (C), nitrógeno (N) y fósforo (P)-que son esenciales para la producción y rendimiento de cultivos. Además, influyen sobre la composición de la atmósfera al regular el almacenamiento y emisión de dióxido de carbono (CO2) y otros gases de efecto invernadero como lo son el metano (CH4) y el óxido nitroso (N2O) (Oertel et al., 2016).
Aquí no terminan todas sus virtudes, el suelo además funciona como un sistema filtro-amortiguador de diversos compuestos, de tal forma que influye sobre la calidad del agua y el aire; constituye un ambiente físico y cultural en el que se llevan a cabo la mayoría de las actividades humanas y, finalmente, constituye un registro del patrimonio geológico y arqueológico (Commission of the European Communities, 2006). La capacidad de los suelos para llevar a cabo dichas funciones se ve amenazada por la presión continua y creciente resultante del crecimiento exponencial de la población a escala global, el cambio de uso de suelo, las actividades industriales y mineras, así como la demanda de productos (alimento, fibra, bioenergía) y el manejo deficiente de la tierra (Montanarella y Vargas, 2012). Los riesgos derivados de las malas prácticas han sido ampliamente estudiados y reportados por la comunidad científica, principalmente, en relación a las prácticas agropecuarias. Por ejemplo, se ha reportado que las actividades intensivas cuyo manejo de recursos no es sostenible tienden a reducir el contenido de materia orgánica, la biomasa, la biodiversidad edáfica -es decir, los organismos que habitan los suelos- e incrementan la compactación y promueven la acidificación, erosión y salinización de los suelos (Pereira et al., 2018). Lo anterior repercute sobre las funciones del suelo y, por ende, pone en riesgo su resiliencia, es decir, su capacidad de tolerar el estrés, recuperarse después de un disturbio y de regresar a un estado de equilibrio nuevamente (Siebe y Cram, 2019).
Se estima que en la actualidad alrededor del 33% de los suelos del mundo se encuentran de moderados a altamente degradados, lo cual se asocia mayoritariamente con prácticas de ordenamiento territorial insostenibles, es decir, no existe o no se implementa dicho proceso planificado de establecer qué zonas tienen vocación agrícola o ganadera, y cuáles deben ser prioritarias para conservar, por dar un ejemplo (FAO, 2017). A raíz de lo anterior, surge la necesidad urgente de proteger los suelos del mundo, así como de sensibilizar y comunicar las causas y consecuencias relacionadas con su degradación.
Al ser los suelos protagonistas de una gran cantidad de beneficios para la humanidad y los demás habitantes del planeta, y con la finalidad de intentar contrarrestar los efectos negativos del manejo deficiente de la tierra, han surgido sistemas de manejo agrícolas que buscan reducir las causas y efectos de la degradación de los suelos. Dentro de los más conocidos se encuentran la agricultura orgánica, la agricultura de conservación y, recientemente, la agricultura regenerativa.
La agricultura orgánica (AO) es un enfoque productivo enfocado a mejorar la salud del agroecosistema; se centra particularmente en eliminar el uso de insumos químicos como fertilizantes, plaguicidas sintéticos, herbicidas, entre otros. En su lugar promueve el empleo de prácticas de gestión que permitan reutilizar los insumos naturales dentro del sistema productivo (por ejemplo, incorporando los residuos de cosechas pasadas) o, en su defecto, aplicar insumos de origen natural (FAO, 1999). Si bien los productos orgánicos pueden colocarse en un mercado preferencial cuyo valor supera el producto cultivado bajo prácticas convencionales, su adopción y aplicación en los campos agrícolas globales tiende a ser baja (⋜ 20%) (Ibidem). Lo anterior, se relaciona particularmente con los requerimientos y costos asociados a la certificación orgánica, a la disponibilidad de bioinsumos en el mercado y a la alta variabilidad observada en términos de rendimiento y calidad de los productos.
La agricultura de conservación es posiblemente uno de los sistemas agrícolas sostenibles más promovidos a escala global. La agricultura de conservación (AC) se define como un sistema de cultivo que promueve la alteración mecánica mínima del suelo, el mantenimiento de la cobertura vegetal permanente y la diversificación de cultivos (FAO, 2019). Este sistema se enfoca en la conservación y protección del suelo, el agua y los recursos biológicos. Las características de este sistema pueden variar regionalmente, ya que van desde un productor que realiza la preparación de la tierra de forma manual, hasta grandes corporativos que utilizan maquinaria de vanguardia que permite realizar la siembra y preparación de la tierra de forma automatizada con equipos que reducen el riesgo de compactación y perturbación del suelo (Lal, 2015).
Finalmente, la agricultura regenerativa (AR) se propone como una solución para afrontar los problemas de los sistemas alimentarios globales. Actualmente, no existe una definición aceptada y estandarizada (Newton et al., 2020), sin embargo, existe un consenso internacional en torno a los principios que promueve: alteración mínima del suelo, fomentar la fertilidad del suelo, reducir los eventos espacio-temporales de suelo desnudo, es decir, procurar una cobertura vegetal constante y diversificar los sistemas de cultivo con la integración del ganado. La AR además contempla una amplia gama de prácticas agrícolas que buscan promover el secuestro de carbono orgánico del suelo (COS) y fortalecer el ciclaje natural de nutrientes (ciclos biogeoquímicos, particularmente, carbono, nitrógeno y fósforo) y, por ende, aumentar la resiliencia del suelo al cambio climático (Lal, 2020).
Por si lo anterior no quedó tan claro, entonces ¿en qué se diferencia la AR de la AO y la AC? La AR junta parte de la AO y la AC con la finalidad de promover un sistema de manejo agrícola enfocado a restaurar las funciones y salud del suelo, y con ello, contribuir a la resiliencia de los agroecosistemas. Mientras la AO se basa en una lista de "do's and don'ts", la AR busca ser un sistema de manejo más integral que no se limita en llevar a cabo actividades sostenibles individuales, sino en mejorar los procesos ecológicos y sociales. El enfoque de la AR utiliza la conservación del suelo como punto de partida para regenerar y contribuir a la provisión, regulación y soporte de los servicios ecosistémicos, con el objetivo de que esto mejore no sólo las dimensiones ambientales, sino también las sociales y económicas derivadas de la producción agrícola sostenible (Scheefel et al., 2020). La distinción con la agricultura de conservación es menos marcada y obvia. Existen muchas similitudes entre las prácticas agrícolas y ambas buscan conservar el suelo. La diferencia se centra en que la AR tiene como objetivo restaurar la funcionalidad del suelo, además de conservarlo, mientras que la agricultura de conservación es sólo un sistema agrícola sostenible. The Rainforest Alliance define a la AC como el "journey", mientras que la AR es el "destination". Me parece una forma interesante de abordar ambos términos, sin duda están interconectados y el primer paso para alcanzar un enfoque regenerativo es considerar la implementación de prácticas agrícolas más sostenibles. Sin embargo, el concepto de AR da más importancia al suelo como parte clave en las estrategias para mitigar el cambio climático y alcanzar la soberanía alimentaria.
Los sistemas agrícolas globales se enfrentan, entre muchas cosas, a tres grandes situaciones. Por un lado, tenemos una creciente población humana que se espera alcance los 9.7 billones en 2050 (Naciones Unidas, 2019), cuyos patrones de consumo están gobernados por las tendencias globales en lugar de la producción local. Por otro lado, tenemos la crisis climática liderada por el inminente cambio climático con sus efectos y riesgos asociados y, finalmente, la crisis ambiental liderada por la pérdida de biodiversidad y la degradación de los ecosistemas. Esta problemática no es nueva y una realidad es que no se puede combatir individualmente; están interconectadas, ya sea de forma directa o indirecta. Los suelos del mundo están inmersos dentro de estas tres situaciones, ya que los campos agrícolas, en conjunto con los sistemas alimentarios y el cambio de uso de suelo, constituyen un tercio de las emisiones de gases con efecto invernadero (GEI) a escala global. Aunado a lo anterior, la mala gestión agropecuaria ha conducido a que sean considerados fuentes de degradación de ecosistemas y contaminación de cuerpos de agua, lo que contribuye a la pérdida de biodiversidad. Sin embargo, los suelos pueden y deben ser parte de la solución. La AR busca enfatizar el potencial que tienen los suelos para combatir el cambio climático a la vez que promueve prácticas agrícolas sostenibles que permitan producir alimentos de calidad y conservar la biodiversidad asociada. Pareciera ficticio, pero aún estamos a tiempo de cambiar el rumbo de las cosas.
Como ya sabemos, el crecimiento poblacional y el desabasto de alimentos en algunas latitudes del planeta es una realidad. La Revolución Verde buscó contrarrestar la problemática promoviendo un esquema agrícola intensivo y tecnificado que favorecía el establecimiento de cultivos y el uso abundante de fertilizantes químicos, pesticidas y herbicidas. Sin duda alguna, este sistema resultó esperanzador en la lucha por "terminar con la hambruna" al permitir altos rendimientos agrícolas, sin embargo, la naturaleza nos ha indicado que es un modelo fallido e insostenible de producción agroalimentaria. A raíz de lo anterior, es pertinente preguntarnos, ¿es capaz la AR de producir suficiente alimento para una población en constante crecimiento, y al mismo tiempo, reducir y compensar parte de las emisiones de gases con efecto invernadero de origen antropogénico?
Para contestar a esta pregunta, es esencial decir que la crisis alimentaria debe repensarse en función de si realmente se requiere producir más alimento. Actualmente, la agricultura global tiene la capacidad de alimentar a 10 billones de personas. Las cifras recientes indican que la población global es de 7.9 billones de personas (Worldometer, 2022), lo que implica que se produce alimento de sobra. La agricultura convencional no busca alimentar a la gente; busca generar ganancia y plusvalía. Se desperdicia alrededor del 30% y los alimentos tienden a estar mal distribuidos. Debemos detener el ciclo vicioso en torno a "producir, desperdiciar, degradar, contaminar y producir más" que hemos perfeccionado en las últimas décadas. De lo contrario, sólo conseguiremos que la expansión de los campos agrícolas y ganaderos continúe, lo que implica otro ciclo vicioso igual de peligroso: "deforestación, pérdida de hábitat y pérdida de biodiversidad". Una de las metas de la AR es producir más a partir de menos: menor área, menor necesidad de insumos químicos (fertilizantes, pesticidas), menor cantidad de agua utilizada para riego, menor emisión de GEI, menor riesgo de degradación del suelo y menor gasto energético (Lal, 2020). De forma simultánea, se busca mejorar los rendimientos, la salud y calidad del suelo, promover el secuestro de carbono, el mantenimiento de la biodiversidad, la resiliencia económica y se fomenta la soberanía alimentaria. Por lo tanto, en mi opinión la respuesta es sí. La AR es capaz de producir suficiente alimento para las exigencias actuales de la población, ya que la problemática no es el desabasto alimenticio, sino mala distribución del alimento aunado a sistemas de producción nocivos para la vida.
Ahora bien, ¿es capaz la AR de contribuir a reducir la crisis climática? Como todo en la AR, volvamos a los suelos para explicar por qué sí. Los suelos constituyen el principal reservorio terrestre de C y N, ya que en ellos se almacenan alrededor de 2,500 petagramos (Pg) de carbono -vale la pena mencionar, que un petagramo son mil millones de toneladas métricas de carbono-, de los cuales aproximadamente 1,500 Pg de C corresponde a carbono orgánico del suelo, y 136 Pg de N total en las capas que se encuentran en el primer metro de profundidad del suelo (Weil y Brady, 2017). Su contribución a la emisión de GEI se asocia a malas prácticas agrícolas que incluyen el uso de labranza intensiva/convencional, uso excesivo de fertilizantes nitrogenados y el riego por inundación. Estás prácticas influyen sobre los principales procesos que dan origen a GEI -como son el dióxido de carbono (CO2), metano (CH4) y óxido nitroso (N2O)- que, de forma muy general, son la respiración del suelo, la metanogénesis, la nitrificación y la desnitrificación. Veamos qué significa todo esto: la respiración del suelo se lleva a cabo por la macrofauna del suelo (lombrices, ácaros, hormigas, cochinillas, y demás), la microfauna del suelo (principalmente, hongos y bacterias) y por las raíces de las plantas. Todos estos organismos respiran de una forma análoga a como lo hacemos nosotros y liberan CO2 en el proceso. Este es un proceso natural, y en un sistema en equilibrio, se espera que se secuestre la misma cantidad de CO2 por el proceso de fotosíntesis que lo que se libera por los procesos de respiración (Lou y Zhou, 2006). Sin embargo, el manejo deficiente de los agroecosistemas ha ocasionado un desbalance de los ciclos, generando que muchos de los suelos del planeta sean fuente de GEI en lugar de sumideros.
En relación a la metanogénesis, la mayor parte de la producción de metano en los suelos se lleva a cabo en ausencia de oxígeno. Cuando el agua se estanca o se produce una inundación, ésta no deja lugar para oxígeno disponible, por lo que se genera una condición anóxica. La AR promueve técnicas de riego enfocadas al ahorro de agua como es el caso del riego por goteo; esta técnica permite irrigar los campos agrícolas de una forma controlada y evita que los suelos alcancen condiciones anóxicas y, por ende, se previene la producción y liberación de metano.
Finalmente, los procesos de nitrificación y desnitrificación, no son más que la transformación del N orgánico a formas asimilables para las plantas. Estos procesos están involucrados en el ciclo natural del N terrestre, sin embargo, también constituyen las principales fuentes de óxido nitroso. Basta aclarar que el óxido nitroso es un GEI con una capacidad de calentamiento 300 veces superior al dióxido de carbono. La nitrificación es un proceso aerobio, es decir, requiere de la presencia de oxígeno para poder llevarse a cabo, mientras que la desnitrificación es un proceso anaerobio y, por lo tanto, se da con mayor facilidad en suelos inundados, carentes de oxígeno disponible. El uso excesivo de fertilizantes inorgánicos ricos en N promueve que estos dos procesos ocurran de forma más rápida y se libere óxido nitroso hacia la atmósfera y se pierda parte del elemento en forma de nitrato (NO3-) hacia cuerpos de agua. El uso de fertilizantes orgánicos permite realizar un manejo más eficiente del elemento, ya que su liberación por medio de la actividad biológica es más lenta y su pérdida hacia la atmósfera o hacia cuerpos de agua puede reducirse.
Como podremos imaginar, la AR sí es capaz de contribuir positivamente a la crisis climática, ya que promueve prácticas agrícolas enfocadas a reducir las emisiones de estos gases, principalmente óxido nitroso y metano, y al mismo tiempo, promover el secuestro de carbono con la finalidad de que los suelos actúen como sumideros y no como emisores de GEI. Dichas prácticas agrícolas se enfocan -en mayor o menor medida- en incrementar el contenido de carbono orgánico del suelo (COS). Como se mencionó previamente, el COS constituye sólo una fracción del carbono total que se encuentra en el suelo y se encuentra en constante movimiento (ciclaje) entre los diferentes compartimentos de carbono dentro del sistema. El COS entra al suelo por medio de los residuos vegetales y exudados que son transformados por la actividad heterotrófica, es decir, por la acción de aquellos organismos que son incapaces de producir su propio alimento, por lo que se nutren de fuentes externas de carbono (macro y microfauna, así como hongos y bacterias) en el suelo. Mediante este proceso, el material orgánico se transforma en una mezcla biogeoquímica compleja de compuestos vegetales y productos resultantes de la descomposición microbiana en diversas etapas de descomposición (FAO, 2017b; Weil y Brady, 2017). Los compuestos de esta mezcla compleja de residuos pueden asociarse con minerales del suelo y/u ocluirse dentro de los agregados del suelo, asegurando la permanencia y resistencia del COS en el suelo por meses, décadas, siglos o incluso milenios (Schmidt et al., 2011). La transformación de la materia orgánica del suelo es crucial para el funcionamiento de los ecosistemas; influye sobre la estructura del suelo, la retención y liberación de nutrientes, la disponibilidad, retención y calidad del agua y sobre la fertilidad y productividad de los suelos a corto y largo plazo. Adicionalmente, existe una relación entre el contenido de COS y la biodiversidad edáfica. El suelo es considerado un reservorio de la biodiversidad que alberga múltiples especies de animales y microorganismos, tanto así, que se estima que un gramo de suelo puede albergar hasta 1010 células bacterianas (Roesch et al., 2007) que actúan como los principales agentes impulsores del ciclaje de nutrientes, regulando la dinámica de la materia orgánica del suelo, la emisión de GEI y el secuestro de carbono. A su vez, la cantidad y calidad de materia orgánica influye sobre la actividad de la biota del suelo que interactúa con las raíces de la planta (FAO, 2017b). Por lo que entre mayor COS, mayor es la fertilidad del suelo.
A pesar de la importancia del COS, las prácticas agropecuarias y el cambio de uso de suelo han resultado en la pérdida de entre el 25 y el 75% del C contenido en los suelos agrícolas (Lal, 2004; 2018; Lorenz & Lal, 2018). En consecuencia, ha surgido la iniciativa para recarbonizar nuestros suelos mediante la implementación de prácticas agrícolas sostenibles. El potencial de los suelos para secuestrar carbono ha sido promovido por diversas iniciativas, programas y gobiernos y, recientemente, se ha visto su potencial dentro del mercado de carbono. El desarrollo de proyectos de bonos de carbono agrícolas presenta un gran atractivo para las grandes empresas que buscan compensar y reducir sus emisiones a lo largo de su cadena de valor, así como para los gobiernos que buscan cumplir con sus compromisos ambientales. Incluir a los suelos dentro de este mercado, es una estrategia astuta que permitirá incentivar a los productores y dueños de la tierra a adoptar prácticas de agricultura sostenibles o regenerativas que promuevan el secuestro de carbono y permitan preservar todos los recursos y beneficios que esto conlleva.
Permanece la duda de cuánto carbono es posible secuestrar mediante la adopción de estás prácticas agrícolas. La realidad es que no hay una fórmula perfecta o un número mínimo/máximo de toneladas de carbono por secuestrar. El manejo agrícola debe ser contexto-específico, ya que los suelos dependen de diversos factores ambientales, climáticos y geológicos. De esta forma, la variabilidad espacial de los suelos y sus características, hacen imposible establecer un manejo agrícola ideal para toda la superficie terrestre. Por otro lado, se debe contemplar el factor social; el contexto cultural y económico de los dueños de la tierra. Debe existir soberanía alimentaria en el proceso de recarbonizar los suelos del planeta. Las personas deben tener el derecho de decidir cómo comercializan y producen sus alimentos. El enfoque de la AR permite incluir a los diversos sistemas de cultivo, ya que no se basa en un sistema enfocado a aplicar prácticas de una forma específica, sino que promueve principios que pueden seguirse mediante diversos métodos implementados en múltiples formas.
En Toroto los suelos nos parecen un recurso indispensable y de inminente necesidad de proteger y restaurar, por lo mismo, la AR es nuestra forma de cuidarlos y regenerarlos. En respuesta a la amplia investigación que respalda la urgente transición que debemos efectuar para cuidar de nuestro planeta, creemos que un futuro compatible con la vida necesita de acciones integrales, y por lo tanto, de cooperación intersectorial. Lo anterior es una invitación a que te sumes y seas parte del cambio. Sabemos que a veces vislumbrar el futuro puede darnos una imagen difusa, sin embargo, tú y tu empresa no están solos; el cambio lo generamos juntos. No es necesario que seas un gran productor. Todos jugamos un papel en asegurar la sostenibilidad de nuestro planeta. Ya sea desde nuestra parcela, nuestra oficina o nuestra casa; todos estamos directa o indirectamente conectados con los ecosistemas, particularmente, dependemos de los agroecosistemas para alimentarnos y sobrevivir. Recordemos que nuestros suelos son más que tierra y sustrato para las plantas, son reservorios de vida y sumideros de carbono. Es momento de salir y contemplar lo que tenemos enfrente y de apreciar todo lo que nos da sin exigir nada a cambio.
Sobre la autora:
Carla estudió biología y tiene una maestría en Gestión Integral de Ecosistemas por la UNAM. Le apasiona la ecología del suelo y está convencida de que el manejo adecuado de los suelos es clave para la lucha contra el cambio climático.
Referencias
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